FE
El mundo de la maternidad
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Los primeros meses de embarazo me sentía la mujer más plena. Mi embarazo fue muy tranquilo; tuvo algunas discusiones con mi esposo porque no me tomaba en serio cuando le decía amablemente “mi amor tengo hambre”, él simplemente se quedaba hablando con sus amigos. Hasta que volvía y levantaba mis cejas, y una vez más con una mayor firmeza le volvía a decir “mi amor tengo hambre”.
Aparte de eso nos fue muy bien, para nuestro primer aniversario tenía la barriga enorme y justo para ese tiempo me empecé a sentir diferente. Todo mi cuerpo me picaba continuamente, pero pensé que era algo normal del embarazo, luego empecé a tener fuertes dolores de cabeza a tal punto que durante una semana no pude pararme de la cama.
Llamamos a la doctora para los resultados de los exámenes que tardaron aproximadamente tres días y al verlos me enviaron de urgencias al hospital, llegamos sobre las seis de la tarde. Apenas llegué, me alistaron para cirugía y dos horas después, ya estábamos dándole la bienvenida a nuestro primer hijo, Noah Timothy.
Gracias a Dios todo se dio justo a tiempo y Noah y yo estábamos completamente fuera de peligro.
La primera noche experimentamos lo que todos los padres primerizos experimentan: la adrenalina y emoción de tener ahora una persona bajo su cargo.
La segunda noche fue una de las noches físicamente hablando, más extremas que haya vivido. A causa de la preeclampsia y del colestasis del embarazo, la recuperación de la cesárea fue extremadamente dolorosa y a la vez lenta. Aparte de experimentar un fuerte dolor físico, tanto mi esposo como yo nos encontrábamos un poco privados de sueño. Además, mi hijo Noah era el bebé qué más duro lloraba en ese hospital, su voz sobresalía sobre todos los bebes.
Recuerdo que esta segunda noche tuvimos un momento que nunca olvidamos con mi esposo. Ambos estábamos agotados, yo no podía moverme, sin embargo, hice el intento y no aguanté el dolor, así que empecé a llorar y mi esposo sintiéndose un poco impotente de verme, así también se le aguaron los ojos. Los dos nos miramos y pensamos “oh, oh, ¿en qué nos metimos?”. Pero luego nos miramos y sin decir mucho nos determinamos a dar lo mejor de nosotros.
Esa noche experimentamos algo de lo que equivale a vaciarse a uno mismo. Al mismo tiempo, en medio de nuestra debilidad, sabíamos que ambos estábamos listos para darlo todo por nuestra familia.
Esta noche aprendí que ser mamá es para valientes, equivale a tener coraje, tenacidad y osadía, entendí que la maternidad no es para cobardes.
Nota: Este blog hace parte del libro de Manuela Harding “En búsqueda de lo que Dios busca”. Puedes conocerlo tocando aquí.
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